Lo bonito de ser funambulista, por Cintia Álvarez
Ayer, martes 30 de junio, a las 20:30 horas, el escenario del
Teatro Auditorio de Cuenca alzaba el telón para recibir a Jardín de Colibrí, la
primera de las actuaciones previstas para el martes en esta cuarta edición de
Estival Cuenca. Una apuesta diferente que consiguió que los asistentes
disfrutaran de la paz y la reflexión que los dos artistas traían consigo.
Cuencos sonoros tibetanos, acompañados por tambor oceánico, chamánico, kalimba…
fueron los protagonistas de la jornada durante la primera hora.
“Sientan”, recomendaban los músicos a modo de imperativo y
único requisito dirigido al público. Un viaje por lo onírico, por la
percepción, a través del tambor, instrumento presente en todas las culturas del
planeta.
Ritmo, energía, espíritu, masaje emocional. Vuelta a la
naturaleza, a los orígenes, a la metáfora del ánima del colibrí, siempre en
renovación constante.
Música que no solo trae la calma, sino que nos acerca al mar,
al agua, nos permite, incluso, escuchar el aire. No faltó el recuerdo a todas
aquellas naciones a las que ni con la música llega la calma, pues son fruto de
la explotación derivada del acoso del “homus economicus”.
Sonidos limpios, puros, que evocan multitud de metáforas, de
sensaciones. Jardín de Colibrí acercó a la capital conquense una música con la
que la gente no suele estar familiarizada, que no acostumbran a ver sobre un
escenario, y menos de esta envergadura.
A las 22:00 horas, era el turno de uno de los espectáculos
más esperados por el público que con asiduidad llena las butacas de Estival:
The Funamviolistas. Un dato ya hablaba por sí solo desde el día en el que se
hizo pública su visita a Cuenca y su presencia en el cartel de esta cuarta
edición: en 2014 fueron galardonadas con el Premio Max al Espectáculo
Revelación.
Ya en 2013 habían recibido el Premio Talent Madrid al mejor
espectáculo musical. Lo que se vió sobre el escenario no dio lugar a dudas: hay
reconocimientos que, a veces, se quedan demasiado cortos. Un contrabajo, un
violín y una viola son los instrumentos que estas tres mujeres artistas están
dando a conocer a través de su obra. Aunque esto pudiera ser realmente lo menos
destacado del significado de la misma. El valor añadido que ellas aportan es la
originalidad, el mostrar algo diferente en este mundo tan homogéneo.
La variedad y el contraste de sonidos, los recursos al humor,
al baile, a la danza o al canto, forman el bagaje suficiente como para
clasificar el espectáculo como muy recomendable.
Un homenaje a la música callejera, a los músicos de banco y
de barrio, a todos los que han de ganarse la vida tocando música en las calles.
Un guiño a soportarlo todo, aunque caiga el chaparrón, con esa escena sublime
en la que empieza a llover, sacan el paraguas y continúan tocando. Un grito al
compañerismo, a la empatía, a la necesidad de hacer piña en un mundo tan
complicado.
Un nombre que ya en sí mismo es una obra maestra. No puede
explicarse mejor lo que significa ser músico, y más si cabe, lo que supone esto
para las mujeres, ese colectivo que cuenta para todo con una dificultad extra.
Caminar sobre una cuerda, que también podía verse reflejada en esa cuerda que
sujetaba la farola. Una farola que aparece durante toda la trama de forma
inestable, mal sujeta, y que al final consiguen enderezar. Una mirada risueña y
esperanzadora a lo bonito que a veces es ser funambulista de la vida. Disfrutar
de todo aquello que vaya llegando aún con la inestabilidad y lo difícil de los
tiempos que corren.
Una velada que acabó con un público en pie agradecido por lo
que veían sus ojos y disfrutaban sus sentidos una noche más.